(...). El caso es que las dos hermanas se llevaban muy
bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían
flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de
la otra. Y lo cumplían lealmente. (...)
Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque como sabéis este
ha sido y es un país de naufragios. Pero aquel fue un naufragio muy especial.
El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones
embalados en madera. (...) Todos quedaron inservibles, todos menos uno. Lo
encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió
a tocarlo. Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón
cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto
de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con
su hermana. Y huyeron juntos porque Vida sabía que Muerte tenía un genio
endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha
perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en noches de
tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos en la puerta, y a quien
encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y
a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante.”
Historia del acordeonista, la Muerte y la puta Vida
Fragmento de "O lapis do carpinteiro", de Manuel Rivas